Caminaba por una calle céntrica. Llena de gente, oficinistas
yendo de un lado al otro, policías mirando y tratando de justificar su sueldo,
personas con intenciones de hacer trámites, algún que otro turista.
Se escucha a uno de esos artistas que están en la vereda pidiendo monedas.
Comenzó a tocar un tango, con tanta maestría que había gente mirándolo. Ninguna
pareja bailaba. Nadie se atrevía a dar el primer paso.
Y entonces te ví. Estabas a una cuadra de distancia, y pude
verte solamente porque tu cara, tus facciones, tus ojos son tan reconocibles,
fuera donde fuera. Tenés una peculiaridad en tu mirada, tu sonrisa, tu corte de
pelo, tu manera de vestirte que te vi, y recordé todo.
¿Cuánto pasó de aquella tarde de Sábado? ¿Meses? ¿Años?
¿Milenios?
Sólo sé que todo pareció tan poco desde la última vez que
nos vimos.
Me sonreíste. Y el tango seguía su curso.
Te acercaste.
Sólo atiné a decirte “¿Sos vos?”.
Tu sonrisa me lo confirmó.
Te tomé de la mano, te acerqué al grupo de gente, y
comenzamos a bailar. Jamás nos importó el qué dirán, y definitivamente hoy no
fue ninguna excepción. Bailamos, y el artista sonreía. Bailamos, y el mundo
desapareció.
Bailamos, y en esos minutos, horas, años, milenios, volviste
a ser mía.
El artista terminó, y todos nos aplaudieron, nos
felicitaron, nos sacaron fotos. Vos y yo no podíamos dejar de mirarnos, de sonreírnos,
de tomarnos las manos, de pensar “¿Y si…?”.
Y me soltaste, y te fuiste, con una sonrisa y una lágrima. Te
fuiste, y te llevaste tu perfume, tu mirada, tu amor. Te fuiste, y no volví a
verte nunca más.
Cada tanto paso por la misma calle, y está el mismo viejo
artista tocando tangos, pero vos ya no estás, ya no te encuentro por ningún
lado, y tu sonrisa no está a mi lado para confirmarme lo que más me importa:
“¿Sos vos?”.